martes, 1 de abril de 2014

La conspiración de mi libro favorito

Encontré las llaves tiradas en una jardinera. No me había dado cuenta de que estaban ahí hasta que dejé mi libro olvidado cuando por las prisas me levanté rápido para alcanzar el camión. Estaba a punto de subirme cuando recordé que había dejado mi libro favorito en la jardinera.
Corrí lo más rápido que pude, porque temía que alguien se lo llevara. Cuando llegué al lugar donde estaba sentado, encontré a una mujer con un niño que peleaban por un vaso de nieve. Lo primero que vino a mi cabeza fue: “van a ensuciarlo”. Me acerqué rápidamente, pero procurando no asustarlos, y les pregunté si no habían visto mi libro. La señora me miro con una expresión mezcla de ira e indignación, así que decidí no decir más. Afortunadamente se levantó, jaloneó a su hijo y se fueron.
Desesperado lo busqué. No podía perderlo. No ahora que estaba en esa parte donde la lechuza se asoma a la ventana a media noche y sus ojos reflejan la luz de tal manera que parecen los ojos de un demonio. Obviamente sabía lo que sucede después. He leído ese libro más de siete veces. Después de todo, es mi libro favorito.
Lo busqué por todas partes y no lo encontré. Me iba a dar por vencido cuando noté algo entre las ramas del arbusto en la jardinera. Eran unas llaves. Cuatro llaves y un llavero. Nada especial. Una estrella morada con un símbolo extraño dibujado en el centro. Y justo al lado de las llaves estaba mi libro.
Curiosamente, en lugar de tomar mi libro favorito, la razón por la cual regresé, tomé las llaves y las observé detenidamente. Una de ellas era muy vieja. Al examinarla imaginé una casona, de esas casas viejas con puertas de madera enormes que rechinan cuando las mueves. Las otras tres eran como cualquier otra. Lo que las diferenciaba, además de su forma, eran unas pequeñas manchas de color en cada una de ellas. Manchas, no puntos ni líneas. Manchas. Un color para cada llave. Azul celeste para la más larga, rosa para la llave corta y verde para la redonda.
Me pregunté para qué eran, a quién pertenecerían, qué puertas, cajas, secretos abrirían. Tan absorto estaba en mis pensamientos que olvidé por completo mi libro. Y también que debía regresar al trabajo.
Esas llaves habían llegado a mi vida por una razón. Mi libro había conspirado con el universo para que yo las encontrara. Comencé a imaginar a dónde pertenecían. Pensé en la enorme casona, en una puerta vieja y grande que casi se cae a pedazos con una cerradura en la que encaja perfectamente la llave vieja y oxidada. Al sentirla imaginé a una anciana con las manos temblorosas intentando introducir la llave en el cerrojo, pero fallando repetidamente.
No, no podían ser las llaves de una anciana. El llavero parecía pertenecer a una joven. Tal vez una estudiante, nieta de la anciana de las manos temblorosas que vive en la casona de las enormes puertas que rechinan.
Tal vez las llaves son de un niño al que le gusta coleccionar llaves y que accidentalmente las manchó con sus pinturas mientras jugaba a ser un pintor de brocha gorda.
O quizá se las robó a su madre, y la señora ha estado muy estresada buscándolas por días sin saber que el niño las perdió en la jardinera del parque al que suelo ir a leer todos los días a la hora de comida.
Recordé mi libro, lo recogí y me dirigí a mi casa. Ya no tenía caso regresar al trabajo, ya era muy tarde.
A lo mejor las llaves pertenecían a un músico. Al guitarrista de una banda de rock que tiene como talismanes ese llavero de estrella y esa llave vieja y oxidada que probablemente abre puertas enormes que rechinan.
Pensé en un trabajador de un banco que tiene que utilizar esa llave vieja y oxidada para abrir una bóveda enorme y llena de polvo donde guardan monedas de cobre antiguas que no valen mucho pero que tienen valor sentimental para la persona que ahí las guarda.
O tal vez esas viejas monedas de cobre se utilizan para hacer llaves viejas y oxidadas que abren enormes puertas que rechinan.
A lo mejor esa llave pertenece a un ladrón que robó un diamante muy importante del museo de la ciudad y que, al sentirse acorralado por la policía, entró a un cementerio y escondió la joya en una cripta con una enorme puerta de madera que rechina, en la que alguien olvidó esa llave oxidada y vieja que yo me encontré en la jardinera.
Camino a mi casa observé todas las puertas que me topé en el camino. Vi puertas cortas que no le quedaban a mi llave larga,  puertas largas que no le quedaban a mi llave corta y puertas flacas que no le quedaban a mi llave gorda.
Tal vez esas llaves pertenecieron a una ardilla, y ahora está sufriendo porque no puede usar la llave gorda para abrir el árbol en donde guarda todas sus nueces. En realidad, esas llaves podrían pertenecer a cualquiera.

Seguí imaginando quién podría ser el dueño de esas llaves cuando de pronto me di cuenta de que estaba parado frente a una casona con enormes puertas de madera que rechinan. Entonces, introduje la llave vieja y oxidada en el cerrojo, la giré, entre a mi casa y cerré la puerta.

jueves, 20 de febrero de 2014

Dice que soy el hombre de su vida

Dice que desde que estoy con ella ya no se siente sola. Lo que ella no sabe es que yo sí me siento solo. Y cansado. Muy cansado. Todos los días es lo mismo, peleas, pláticas absurdas. Banales. No soporto a sus amigas. Pero tengo que estar con ella. No puedo dejarla sola. Aunque quiera. Me gusta su voz cuando está tranquila. Cuando me habla a mí. Y sólo a mí. Cuando me dice que soy el hombre de su vida. Cuando platica sobre sus planes, nuestros planes, porque siempre me incluye en ellos. Nunca se ha detenido a preguntarme si quiero formar parte de su futuro. Si quiero compartir con ella su vida. Pero no quiero. Y no puedo evitarlo. Ayer, mientras caminábamos por la calle, tropezó y cayó. Me reí. Sé que no debí hacerlo. Me reí tanto que se enojó conmigo. Y no me habló en toda la tarde. Me agradó no escucharla. No me gusta su voz cuando se enoja. No la soporto. Puedo decir que la odio. Que odio su voz. Y a ella también. Me siento tan cansado que desearía no estar aquí. Dejarla sola e irme. Pero no puedo. Estoy atado a ella. Unido por un lazo que no se puede romper. Al menos no por ahora. No ahora. Sé que me recriminarían si la abandono. Si la dejo para siempre. Pronto, pronto la dejaré. Y seré feliz. Podré descansar. Dejar de escuchar esa voz que odio. Que me exaspera. Que hace que la odie cada día un poco más. Estoy tan cansado. Siento cómo mi cuerpo se desgasta. Estoy cambiando. Mi cuerpo está cambiando. Envejece. Poco a poco. Y no puedo evitarlo. Yo sé que llegará el día en que mi cuerpo ya no podrá más. Ya no resistirá vivir. Estar junto a ella. Y escuchar su voz. Esa voz que exaspera. Pero que deseo escuchar cuando estamos solos. Cuando me habla a mí. Y sólo a mí. Desearía saber por qué odio tanto a alguien que amo. A ese alguien que daría la vida por mí. Que con sólo sentirme sabe cuando estoy bien. O cuando estoy tan cansado que he perdido el deseo de moverme. Mi cuerpo no resistirá más. De eso estoy seguro. Siento que me rompo en pedazos, pero no puedo decírselo a nadie. No me escuchan. Ni siquiera ella. Veo mis manos, mis piernas. Me desconozco. Hasta mi piel está cambiando. A veces siento que quiere dejarme. Que quiere pertenecer a otro cuerpo que no la desprecie. Que la deje cambiar. Evolucionar. Crecer. ¿O debería decir envejecer? Es repulsiva la forma en la que mi cuerpo se transforma. Lo hace aunque yo no lo permita. No sabe. No entiende que nos está desgastando. Nos acerca cada vez más a ese final tan esperado, pero también temido. Le temo, sí. Le temo a ese final, a estar lejos de ella, a no escucharla más. No puedo dejarla. No puedo dejar a esa mujer. No puedo dejar a mi madre. O tal vez sí. Tal vez decida nacer. Envejecer y alejarme de ella. Para morir. O tal vez decida no dejar su vientre. Quedarme aquí aunque odie su voz. Y morir.

Estoy cansado. Muy cansado. Pero no puedo dejarla. No puedo alejarme de ella.